
Un pez que habitaba las aguas de un fondo marino quedó prendado de una ostra por la belleza de su comportamiento. Movía las valvas de una manera tan suave y armoniosa que suscitaba admiración y deseos de acercarse y conocerla. Así le ocurrió al pez, pero sus deseos eran tan intensos e irrefrenables que se acercó de una manera impulsiva. La ostra se asustó y reaccionó cerrándose al instante. El pez quedó sorprendido ya que no pretendía hacerla daño alguno. La rogó que abriera sus valvas, la imploró mil veces e intentó de mil maneras de abrirla pero todas terminaron en fracaso: la ostra más y más intensamente se cerraba. El pez buscó ayuda y consejo en otros peces del lugar que tenían experiencia en abrir ostras. Estos le ayudaron a comprender que el acercarse de una manera brusca y sin miramientos, aunque sus intenciones fueran buenas, produce tanto miedo en las ostras que se cierran de manera refleja. Y si además, trata de imponer su presencia y llega a forzarlas para que se abran, estas llegan a cerrarse tan intensamente que no hay nadie que llegue a abrirlas. Las ostras son seres tan sensibles y orgullosos de su intimidad que no consienten comunicarse con nadie si ellas previamente no lo deciden. Le aconsejaron que no les imponga su presencia, que se acerque a ellas de una manera suave, que intente conocerlas escuchando y observando el movimiento de sus valvas, que trate de imitar sus movimientos y sus reacciones hasta suscitar en ellas el deseo de comunicarse con él. Si lograba que las ostras se sintieran libres para decidir por sí mismas si conversar con él o no, habría logrado lo más difícil, y lo más útil también para que las ostras compartieran sin temor alguno sus bellezas e intimidades. El pez puso en práctica estos consejos y consiguió al final disfrutar de la belleza y compañía de las ostras.
Si se desea una recreación más extensa de esta fábula puede consultar en Costa y López (1996).